La escuálida vela tiritaba de frío atormentada por
la incerteza de que en una ráfaga de ese viento tormentoso que enloquecía el pueblo, apagara su llama alargada.
La cogió del cajón
de la mesilla del cuarto de matrimonio, situada en el lado donde dormía
su difunto marido. Digo dormía, porque en casa todos sabían que murió allí, y
vive allí, en ese hueco que dejó insustituible e imperecedero. Noche si, noche también, alguna de sus hijas
o sobrinas llenaban con risas y parloteos, comidillas, peleas, o dolores de algún
mal físico, el hueco donde vivía el alma del difunto.
Entre el vendaval y el aguacero, un relámpago
furioso refulgía, sucedido del rugido del cielo. De pequeñas, su madre les
había enseñado a respetar las tormentas como el enfado de Dios, y les prohibía
cualquier tipo de jácara, cántico o risa. Mientras duraba la tormenta el silencio
solo podía ser roto por los gritos del mismísimo Dios, si no se hacia así, era
como interrumpir una reprimenda de tus progenitores, insultándolos, era un
sacrilegio, una blasfemia. Pero ellas continuaban sus juegos infantiles,
mientras todos reían interiormente conmovidos por esa inocencia ante la vida.
La viuda preguntó si querían que encendiese la
delgada vela. Todas gritaban: “Si, si y rezaremos, Santa Bárbara Bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua
bendita, los moros llevan la piedra, los cristianos la cruz. Pater nostrem amén
Jesús.” Ella había dejado de creer en Dios hacia mucho tiempo, pero en este
caso la naturaleza atemorizaba a la razón científica y la exhortaba a cumplir
el ritual, pero sobre todo la animaban a cumplirlo las niñas.
La velita chisporroteaba. La corriente movía los
pensamientos, y todas en silencio, esperaban el final como quien espera la
muerte. La superstición se convirtió en milagro y nada más encenderla el rayo y
el trueno cesaron dejando todo el trabajo perturbador al sonido de la lluvia
chocando contra suelo, techos, toldos, y charcos. Se miraron instintivamente y
sonrieron aliviadas.
A veces consideramos que hemos perdido la fe en las
cosas y de repente un detalle, nos hace portadores de esperanzas encumbrando un
objeto, un recuerdo, para encomendarnos a él, para sentir la magia de una energía
que no sabemos si existe, pero por si acaso lo mantenemos ahí, al lado. En el
lado todavía caliente de la cama.
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