Cuando sonríes se te ven esos dientes amarillos comidos por el sarro. Son pequeños y torcidos como edificios derribados por cañonazos de guerra. El surco que desprende tu alegría es marcado y arrogante como una carretera de pueblo harta de piedras, arenilla y cacas de oveja. Los ojos pequeños, negros y distraídos miran con insuficiencia. El pelo es tan lacio que preferiría que no tuvieras, así no parecería lamido por una manada de llamas. En invierno la palidez de tu rostro es tan enfermiza como en pleno verano, y para contradicción de la vista que compararía esa piel del color del algodón con el tacto del mismo, cuando te rozo sólo se me ocurre empezar a fregar los cacharros con trozos de esa epidermis ajada.
Los sonidos que pueden salir de todo tu cuerpo son tan variados que el silencio a tu lado sólo existe cuando te has ido.
Cuando te quitas el jersey preferiría que no lo hicieras, yo haría el amor siempre vestida.
Así y más es la imperfección de la que prefiero omitir los peores rasgos de ti, sólo hablo de lo bueno. Pero no tengo otra salida, porque soy coja, muda, sorda, mentalmente lenta, arrebatadoramente sucia, con poco pelo en la cabeza y con demasiado por mi cuerpo rechoncho. Así que te quiero porque no me queda más remedio. El remedio del conformismo es el que me provoca tener las aspiraciones del amor platónico lejanas, y la práctica del sexo desconcertante dispuesto a retenerte. Podríamos ser mejores separados, avanzar hacia un estado de perfección impuesto por una sociedad cada día más exigente, aparentemente exigente y superficialmente alerta. Pero estaríamos solos, y prefiero la mediocridad de nuestro amor fácil a la soledad de una perfección inalcanzable y destructora de mentes estables.
Tú y yo somos imperfectos. Y ni siquiera nos gusta, pero es tan cómodo que la vida pasa veloz, con acelerado estupor, con la seguridad pretenciosa de que moriremos juntos, y así nos miramos por el pasillo.
martes, 11 de enero de 2011
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