Cuando escribí las siglas de Socorro con el lápiz 09 Rouge Allure Lover de Chanel de mi ex novia, no pensé que el vecino del ático de enfrente las vería.
Pero no voy a contar nada sin excusarme al menos.
Un día me desperté ya cansado de tanto dormir, desayuné como siempre, y encendí el ordenador, ojeé el correo y borré la publicidad, es decir todo mi correo. Sorbí mi café con leche unas diez veces. Después hice la cama, o mejor dicho lancé el edredón al aire, y pensé en ducharme. Pero me fui a correr, para entonces eran ya las 14 horas. Volví y comí una ensalada con Simpsons. La siesta me capturó cuatro horas después de haberme despertado, y abrí el ojo una hora después mascando el sabor de mi propia baba. Jugaba al histrionismo solitario con el mando de la tele entre accesos de incredulidad y sonrojo, después de haber sido testigo de la última patraña televisiva que el maldito zapping me hizo ver.
Y tonteé con la tele. Tontear. Años y años de practicar esa terrible palabra y no escarmiento. Se puede tontear con cualquier cosa, casi. ¡Menos con la tele! Con la tele no se juega al seductor, al “Uy, pasaba por aquí”, al “sólo quiero mirar”, al “rápido que no nos ven”, ¡eso no se hace!¡Nunca se tontea con la tele! Pero a lo largo del día realizamos actos espontáneos, que nacen de los instintos, del subconsciente, y de la morfología del ser humano sin pensar en su peligrosidad.
Pasé varios minutos sin ubicarme en ese mundo digital terrestre. Las caras me resultaban caricaturescas, por eso no podía dejar de mirarlas. Los movimientos del cuerpo como si se fueran a descomponer, la rapidez del parlamento, las bocas torcidas, la silicona, pechugonas, matronas, el atrezo de feriante, los hombres estrepitosamente feos y las tías objetos bondadosos, bailarines de pega, profesores casposos, jueces de la nada, la España del directo, las presentadoras de universidad mezcladas en un cóctel de bar de adolescentes con la florinata más kistch… Era todo tan maravilloso para mi día de fingida vida, que me rendí. Salían más y más de todas las cadenas, y conforme llegaba la noche, se vestían de negro, de lentejuelas, de purpurina, de olor a casa de abuelas, a colonia barata, y a sudor. El culmen no llegó con ninguna peli porno, como alguna tía con exceso de inteligencia emocional podría suponer. El final, la catarsis, fue ver a cuatro pibas con cara de…ligeras, soltando por sus bocas enormes que parecían deformadas a fuerza de espéculos, las chorradas más atronadoras que mi cabeza de hombre, humanoide normal y corriente pueda recordar.
Pero la culpa la tengo yo. Porque mi supina pereza me impide pensar, y es como una droga. Ahora estoy enganchado, tonteé una vez, ahora no lo puedo dejar. ¡Lo veo todo!. ¡A todas horas!. He llegado a ver programas que nunca hubiera imaginado. Y si un día no lo veo, me invade una sensación de desperdicio, como si mi vida no valiera nada…
Al ir a mear, a eso de las 01.30, en un intermedio de un debate de bajos fondos, vi en el armario del baño el pintalabios de mi ex novia, que me dejó por vulgar una noche que intenté explicarle que la tele se había cambiado sola de una película de Godard a un debate sobre una folkórica. Cogí el chanel llorando. Y sin ni siquiera guardar mi atributo en el calzón, salí a la terraza y escribí S.O.S.
martes, 8 de febrero de 2011
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