Berni como la llamaban en la esquina del cobertizo donde se apostaba, comenzó a hacer el pendón a los 17 años, después de haber sido rechazada por la decimoctava “aparición” de carne y hueso que para mayor escarnio e ironía se llamaba Mariano. Decidió pues, que su destino la enviaba a cubrir otras cuitas, menos conformadas que las que ofrecen el amor más común de todos, el de pareja. Si nadie la iba a querer, ella no pensaba despreciar a la soledad en forma de brillo moneda. “Que esté sola no quiere decir que no pueda amar. Puedo quererlos, abrazarlos, hacerme poseer, dejarlos ir a la media hora con sus mujeres, y en mi mente imaginar que me echan de menos. Y todo son ventajas porque al irse me dan la paga. A veces cuando sus mujeres se preñan a la vez, tengo demasiado trabajo, pero los sigo queriendo igual. Mis visiones no son marianas, son de Mariano que fue el primero que me alentó y me dijo: “ya te podrías dedicar a esto con lo entregada que eres.“
Los ojos violetas de Berni que siempre fueron brillantes por un exceso de fe, se volvieron mate el día que al pueblo llegó Miguel, un extranjero de ultramar con sombrero grande y barba poblada. Fue extraordinario lo que en ella se produjo. En su pecho albergó una aflicción punzante y cosquilleante, una mezcla de dolor y placer tan intenso. Sus ojos tuvieron que apartar la luz de sus pupilas para desplazarla al ombligo, al centro, porque las fuerzas de su cuerpo le empujaban hacia él y como con cualquier pasion, ésta requería del impulso de las tripas.
Miguel era de ese tipo de apariciones que nunca se van sin decir adiós. Poseía una discreta pose y dotes para los instrumentos musicales. Hacía sonar el viento moviendo con maestría los dedos de las manos, creaba sinfonías, la gente aplaudía cuando volteaba las esquinas, y él les regalaba un acorde más. A las mujeres bonitas las miraba de soslayo, a las feas de frente con delicadeza y ternura, con ojos mansos, negros, brillantes. Tenía miedo de la soledad pero no de la muerte y en su viaje más profundo, en las puertas del Hades, tocó con su corazón en la mano las notas que lo hicieron famoso. Miguel era de los que contaba los abrazos, no por vanidad, sino porque eran tan fuertes que no todos los soportaban. Mató tres veces por estrangulamiento involuntario: la primera a un animalito a los siete años, la segunda a un vagabundo que sabía de su fama de abrazador y deseaba morir, y la tercera a Bernardette.
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